Esta semana toca hablar de nuevas generaciones, en concreto de esa que viene por detrás de la generación Z, y que no tengo muy claro cómo se va a denominar (solamente espero que no tomen ejemplo de las matrículas de los coches y empecemos ahora con la doble letra porque quedaría un poco ridículo). Esa generación a la que, para facilitar las cosas y dar contexto al post, denominaré: la generación de mi hijo.
Esa generación a la que alimentamos tanto su autoestima que su ego tiene riesgo de contraer obesidad mórbida.
Así que hoy me pongo en plan padre para contestar al que me justifique algo sin sentido aparente aludiendo a la autoestima: “Ni autoestima, ni autoestimo”
Que conste que lo de cuidar la autoestima de nuestros hijos y, por supuesto, la de cualquier persona que nos rodee en la vida me parece fenomenal. Quererse a uno mismo con medida es la base de una buena salud mental, y la gasolina que te da valor para tomar decisiones difíciles pero alineadas con tus valores personales.
Eso sí, creo que actualmente se no está yendo la cosa de las manos. Aunque nuestros hijos sean entrañables y llenos de una sabiduría en estado puro que merece la pena escuchar, no dejan de ser personas bajitas con poca formación, y poco pensamiento crítico (gracias al cual, por ejemplo, el ratoncito Pérez mantiene su negocio de dientes caídos). Seres que van por el mundo con una “L” en la chepa, y que como aprendices (y de los buenos) que son pueden tener propensión al fallo. ¿Y qué?
Una de las situaciones más sorprendentes que he vivido como padre es asistir en uno de esos parques de bolas que tanto nos chiflan para celebrar sus cumpleaños (¿para cuándo la piscina de bolas para padres para hacernos la espera más amena?), a una nueva versión del juego de las sillas musicales. En esta versión, como en la original, cuando la música se para todos tienen que correr a sentarse. Y en esta versión, como en la original, en cada ronda se retira una silla. Pero, en un giro de los acontecimientos que no esperaba, en esta (a)versión de máxima creatividad los niños no se eliminan nunca. Llegando al extremo tan surrealista, en el que, durante la última ronda, 20 niños pugnan por sentarse en una única silla. Porque que tu hijo tenga que lidiar con ese duro revés de la vida que supone la eliminación de un juego es fatal, pero que viva un episodio de semiaplastamiento por una pila de niños hipermotivados en proteger su autoestima son gajes del oficio. Porque la integridad de sus huesos y vísceras es contingente, pero proteger su autoestima de la eliminación es necesario
En muchas ocasiones salvaguardar a los hijos de un pequeño fracaso (si siquiera podemos llamarlo así) es protegerles de sacar sus propias conclusiones, de activar su pensamiento crítico, de experimentar con nuevas emociones que tarde o temprano van a tener que aprender a gestionar.
¿Qué clase de generación queremos cultivar para las empresas del mañana? Si la gestión del ego y de las emociones ya es una asignatura pendiente a día de hoy, en el futuro vamos a necesitar un psicólogo y un guardia jurado por cada dos empleados.
El niño que no tiene errores no puede aprender de ellos ni tampoco asumir las responsabilidades que conlleva el haberlos cometidos. Sin errores tampoco sabrá encontrar soluciones.
Es bueno apoyar la cultura ágil a la hora de educar a nuestros hijos, lo que hay que evitar es ágil-apoyarlos.
Si queremos proteger la autoestima de nuestros hijos debemos darles siempre amor, pero no siempre la razón. Amor infinito e incondicional es bien, razón infinita es mal.
Si no queremos una sociedad y unas empresas llenas de pequeños déspotas que lleguen con el ego desatado y sensación de impunidad garantizada, es el momento de actuar y fomentar en nuestros hijos el derecho a equivocarse, y a fracasar, porque la vida, queramos o no, se encargará de hacerles vivir estas experiencias, tarde o temprano.
Porque cuando sean mayores y en sus empresas comience el baile de las sillas, sí que podrán ser eliminados.
Music Chair by Gan Khoon Lay from the Noun Project