Supongo que no se puede evitar, la paternidad te recubre con una capa adicional de autoestima. Hay un ser diminuto que te mira con ojos expectantes tras cada pregunta y, con toda su inocencia e ingenuidad, te considera una fuente de sabiduría universal.
Tampoco se puede evitar sentirse una estafa cuando tras una trabajada explicación que satisfaría de largo la curiosidad de cualquier adulto formado tienes como respuesta un nuevo “¿por qué?” y una mirada de desconfianza.
Pero, a veces, sólo a veces, uno siente que está a la altura de las circunstancias. Siente que ha trasmitido a su hijo, uno de esos consejos que le alumbrarán en su camino por la vida. Me sucedió ayer. Aunque fuera por casualidad.
Íbamos por la calle y después de una tarde lluviosa había llegado la calma a las nubes y las baldosas de la acera comenzaban a secarse. De repente, mi hijo, de casi tres años, se fijó en qué las pisadas de un niño mayor que le precedía quedaban marcadas sobre el pavimento mientras que las suyas no. Aquel decepcionante comportamiento de sus zapatos requería una explicación de su padre y por supuesto me la demandó.
Sin mucho pensar le dije:
- Hijo, para dejar huella hay que meterse en los charcos.
Y la frase resonó en mi interior y rápidamente me abstrajo del sentido literal con que la había enunciado. Probablemente estaba ante una verdad irrefutable, una adaptación moderna del dicho popular “si quieres peces tendrás que mojarte el culo” con un poco más de buen gusto y utilizando un símil que contenía varias lecturas con la que me sentía más identificado.
Los charcos son lugares que rodean esa zona de confort que son los adoquines secos. Lo sabía bien porque he pisado a propósito unos cuantos en los últimos años con mi cambio vocacional de carrera, y sí, creo que inconscientemente una parte vanidosa de mi ego decidió hacerlo así porque quería dejar huella, precisamente en mi hijo.
Los charcos son esos lugares que muchas veces no te permiten apreciar su profundidad desde fuera. Antes de entrar sabes que te tienes que arremangar, y que aún así es probable que acabes de barro hasta las orejas, pero cuando son lo que te separa para llegar al sitio deseado en el momento adecuado, el riesgo, lo corroboro, vale la pena. Pesa más la cobardía de darse media vuelta que unos calcetines bien calados.
Puede ser que acabes con el agua al cuello y temas por momentos por tu integridad o que pases sobre ellos como dicen que un tocayo mío hizo sobre las aguas del mar de Galilea. Porque no sabes lo que vas a encontrar es por lo que está fuera de tu área de confort, pero, ay, una vez lo has cruzado, es seguro que al menos quedará una huella. La de tu autosatisfacción.
Entre ahogarme en un vaso de agua o ahogarme en un buen charco, lo último me parece más digno, la verdad…
Convencido y hasta un punto orgulloso de esta reflexión a la que había llegado en silencio, sentí la necesidad de vanagloriarme repitiéndosela de nueva a mi hijo, esta vez sí, dando a mis palabras ese sentido metafórico que debía servirle de enseñanza.
- Hijo, para dejar huella hay que meterse en los charcos.
Y entonces una vez más, como tantas veces me ha ocurrido desde que nació, descubrí que iba a ser mi hijo el que me diera una lección.
Lejos de prestar atención a mis últimas palabras, y aprovechando mi abstracción temporal, había asumido que la primera vez que enuncié la frase le estaba dando permiso implícito para lanzarse al agua. Y allí se encontraba chapoteando, disfrutando en el charco como hace uno de sus personajes de dibujos favoritos, Peppa Pig, con los zapatos y los pantalones pidiendo cita a la lavadora, pero feliz y divertido.
Así que antes de reaccionar, fruncir el ceño y fingir cierto enfado para desalojarle de allí, no pude evitar dejar escapar media sonrisa con un nuevo pensamiento. Mi hijo, con su comportamiento, me estaba dando una nueva enseñanza:
- Papá, si te metes en charcos déjate de vanaglorias o de victimismo, simplemente aprovecha, chapotea y se feliz.
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