Vamos al trabajo como íbamos al colegio. Unos contentos, otros cabizbajos, unos sonriendo, otros refunfuñando, los que se estresaban con los exámenes se estresan ahora con los objetivos o con las reuniones, los que hacían las bromas en el recreo las hacen ahora en la oficina, los que decían que el perro se había comido sus deberes son los que ahora le echan la culpa a los proveedores por no entregar a tiempo…
Afortunadamente la vida es larga, aunque cuanto más mayor eres menos te lo parece, y uno tiene tiempo de evolucionar, cambiar, crecer… para que no se cumplan estos paralelismos irremediablemente. Lo que es innegable es que requerirá un gran esfuerzo conseguirlo, porque aprender es fácil si tienes ganas, pero desaprender cuesta siempre una barbaridad.
No es la primera vez que hablo de la influencia de la educación y los modelos educativos en la vida adulta en general y en el mundo empresarial en particular, me parece algo trascendental. Pensamos que los niños son sólo niños y no vemos que son pequeños proyectos de personas adultas, de futuros compañeros de trabajo, hasta de futuros jefes. Y vamos y les inculcamos, por mera inercia social, creencias o comportamientos inadecuados que no se irán fácilmente con el tiempo.
La última vez hablé del binomio profesor – jefe y las consecuencias que esos malos vicios adquiridos en la escuela traen cuando de mayor se trasladan al puesto de trabajo. Hoy quiero hablar de otro binomio aún más claro: colegio – oficina.
El colegio no es un depósito de niños, ni un lugar donde se va porque así lo hacen los demás, ni tampoco debería ser una obligación. Sin embargo que levante la mano el que de manera directa o indirecta, por palabra o por comportamiento no ha transmitido alguna vez esa información a sus vástagos.
Y luego se hacen (nos hacemos) mayores, y la oficina se convierte en la extensión del colegio y tenemos gente que llora en silencio en su casa los domingos por la noche porque no quiere ir a trabajar al día siguiente, gente que sólo cumple para que le paguen, gente que espera que suene la campana redentora del final de la jornada para empezar su otra vida, la que sí les importa un bledo. Nos convertimos en zombis paradójicos, zombis porque actuamos en la oficina como muertos vivientes que se mueven torpemente al ritmo que marca el grupo y paradójicos porque la causa es que otros nos han sorbido el cerebro desde que éramos pequeños.
El colegio es un lugar donde se va a aprender, donde se va a conocer gente, a hacer amigos, a divertirse y, si se puede, sacar algo de provecho. Donde se va porque te pueden enseñar a manejar las herramientas con las que capturar tus sueños cuando te hagas mayor. En el colegio no te tienen que dar todo hecho, si hay algo que no te gusta lo cambias o cuando menos luchas por cambiarlo, o encuentras un propósito o sentido por el que aceptarlo. El profesor es alguien que está para ayudarte y al que tú debes ayudar. Al colegio no se va a competir, se va a colaborar. El colegio es parte de tu vida, no un paréntesis dentro de ella. Si no te gusta tu colegio tienes derecho a cambiarte aunque a tus padres les pille fatal.
No se trata de convencer también de las virtudes de madrugar, eso es pedir demasiado a un niño, pero sí de inculcar que hay cosas en la vida porque las que merece la pena levantarse temprano.
¿Os imagináis cómo cambiarían ese mundo laboral, extensión natural de la escuela, si fuéramos capaces de inculcar esas creencias que he relatado en lugar de aquellas otras que nos inculcaron a nosotros?
No digo que esto sea fácil, pero la buena educación es una inversión a largo plazo que requiere de constancia y coherencia de nuestros hechos y palabras. Creo realmente que es la mejor manera de cambiar nuestra sociedad. Es todo un reto, y en mi caso, un objetivo recurrente que empezaré a ponerme desde este año.
Mi hijo empieza el cole en Septiembre.
Qué razón tienes Jesús. Me ha encantado
Muchas gracias, me encanta que te encante. Claro que era la teoría… ahora llega la práctica.