De pequeño solía colocarme junto al vaso de zumo que me servía mi madre y entornaba los ojos muy, muy fuerte para ver si veía las vitaminas escapando por los aires. Estaba tan seguro de su existencia como entidades tangibles que una vez salió una capa de moho en el techo por culpa de unas humedades y yo estaba convencido que simplemente se trataba de un grupo de vitaminas que se habían acumulado allí. Mientras mi padre temía que se hiciese un agujero y apareciesen ratas, yo soñaba con la posibilidad de ver a Super-ratón aparecer en aquel rincón para supervitaminarse y mineralizarse
De mayor descubrí que las vitaminas no vuelan. Que sí, que son sensibles a la luz y al oxigeno y que pueden degradarse, pero que desde luego esta degradación no va a ser una cuestión de segundos, ni de minutos. Pero, sin embargo, debido a la repetición de la dichosa frase por parte de mi madre, si me preparo un zumo y no me lo bebo inmediatamente me siento culpable.
Esta reflexión tan peregrina viene a cuento de que hoy voy a hablar de feedback y que he pensado que si nuestras madres nos hubieran inculcado desde pequeño la importancia de darlo rápido, hoy seríamos capaces de hacerlo inconscientemente y muchos de los problemas con los que tenemos que lidiar en el trabajo habrían sido solucionados de antemano.