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Relatos de verano: Las sandalias viajeras

El año pasado se me ocurrió la idea de sustituir en verano los habituales post de RRHH por unos relatos más refrescantes y acordes con la época. Así los más habituales podéis desconectar del trabajo sin desconectar del blog :)  Y si puedo, como quién no quiere la cosa, os cuelo algún tema de los nuestros para una posterior reflexión, en esta caso, la empatía. Espero que os guste el toque estival.

Sandalias


Fran torció el gesto cuando al calzarse las sandalias vio que una de sus tiras se soltaba como si se hubiera descosido. Lo primero que pensó fue que tendría que arreglarlas al volver a casa.  El enfado se transformó en tristeza cuando se dio cuenta de lo que pasaba realmente: No había sido un accidente, aquello era un síntoma de que se estaban haciendo muy viejas.

No era una persona que tuviera demasiado apego a lo material, pero aquellas sandalias le habían acompañado en sus viajes durante los últimos diez años. Fuertes y polivalentes,  habían sido fieles compañeras en baños y en escaladas por los rincones más maravillosos que había conocido en el mundo. Sin duda las tenía asociadas a algunos de los mejores recuerdos de la última década. Y sin duda, ese sentimiento reconocible, que se apoderaba de él cuando las miraba ahora, era una pena tan honda que no se podía percibir sin ayuda de un batiscafo.

Pensó  que si tenían que jubilarse,  mejor que lo hicieran en acto de servicio. A pesar de esa tira suelta,  podría seguir usándolas durante la semana que le restaba de vacaciones.

Al día siguiente de regreso al hotel, la suela de la sandalia dañada comenzó a despegarse. Intentó ignorarlo pero el deterioro crecía a un ritmo imparable y andar con ellas se tornó en un ejercicio que bordeaba entre el equilibrismo y el esperpento, se podría haber rodado un corto cómico de cine mudo sobre el modo  en que consiguió llegar literalmente a trompicones hasta su alojamiento. Cuando se descalzó, se dijo interiormente que aquella podría haber sido la última vez.  Su mujer  lo confirmó:

- Eso ya no hay quién la arregle. Tendrás que tirarla, porque más estorbos no podemos tener por casa.

Ahora bien, ¿qué iba a hacer con ellas?

Lo práctico, más aun estando de viaje y teniendo que ocupar espacio en la maleta, era deshacerse allí mismo de ellas, pero arrojarlas a una papelera o a un cubo de basura le parecía inhumano.  Sí, lo sabía, no tenían nada de humanas, pero el sentimiento que le despertaban y los recuerdos que le traían tampoco tenían nada de simple calzado.  Le importaba más la vida de sus sandalias, que la de algunos buitres con aspecto de persona con los que se había cruzado en el buffet del desayuno esa mañana.

Merecían un final medianamente épico. Pensó publicar una encuesta en Facebook. ¿Cómo prefieres que me deshaga de mis sandalias favoritas? ¿Buscar un punto de reciclaje de calzado por la zona? ¿Entierro vikingo tras bañarlas en whisky? ¿Alquilar un hidropedal con forma de Volkswagen escarabajo  y adentrarme en la costa para arrojarlas por el tobogán en alta mar?

La rotura de sus fieles amigas había hecho que se le fueran los pies al caminar, pero lo que parecía que se le estaba yendo ahora era la cabeza.

Por suerte, un poco más tarde, viendo las noticias, se le ocurrió una digna salida para sus compañeras de viaje. Al día siguiente habría un eclipse lunar, y tenía planeado visitar la playa por la noche con la familia. Así que pensó en abandonarlas  junto al mar durante ese  momento tan mágico. Le pareció una bonita idea y con la épica justa que demandaba esa despedida.

Pasaron 24 horas, llegaron a la arena mientras la luna se tornaba medianamente rojiza perdiendo su resplandor habitual. Carolina, su mujer  y a la sazón fotógrafa, cogió su cámara y el trípode y fue a buscar el mejor lugar desde el que captar aquel  fenómeno astronómico.

Aprovechando su ausencia,  y el momento de mayor oscuridad de la noche se dirigió hasta la orilla, se adentró mínimamente  por el espigón, y, como se sentía un poco ridículo, disimuladamente sacó sus sandalias de una bolsa que llevaba con toallas, y las colocó con cariño sobre una roca.  Con un leve pestañeo les dijo adiós para siempre… o eso pensaba él.

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Su hijo de 5 años, curioso por naturaleza como casi todos los niños de su edad,  vislumbraba la escena desde la lejanía, y no pudo evitar la tentación de acercarse.

- ¿Qué haces papá?

- Nada, nada, volvamos a la arena.

- ¿Por qué has dejado tus sandalias rotas ahí? – insistió con mayor atino.

- Cosas mías – contestó Fran a sabiendas que aquella respuesta no satisfaría a su pequeño.

- Dímelo, papi. Por favor…

Pocas personas pueden ganar a insistentes a un niño, ni siquiera un teleoperador de Jazztel.  Así que finalmente accedió a contar su historia.  El pequeño Miguel lo miraba en un principio con incredulidad, así que Fran se sinceró todo lo que pudo.

- Cuando las miro, veo un montón de recuerdos.  No me sentiría bien si las arrojo a una papelera.

- ¿Y si mañana por la mañana alguien las encuentra  y decide echarlas a la basura?

-  Me parecerá lo más lógico y probable, pero seguramente no lo veré y no sufriré por ello. Prefiero pensar que las encontrará un pescador y las montará en su barca, y seguirán recorriendo el mundo. Aunque sepa que me estoy mintiendo.

Su hijo no parecía entenderlo muy bien, pero no insistió, con lo cual debió quedar medianamente satisfecho con la respuesta.  Sin embargo su pequeña cabecita no paraba de dar vueltas a lo que había sucedido. Y quince minutos después, cuando la luna empezaba a recuperar su luz, volvió sobre el tema.

- Papá, si esas sandalias son tan importantes para ti… ¿Por qué no las guardamos?

-  Mira, Miguel, la realidad es que si las guardamos, nunca haremos nada con ellas, y ocuparan espacio en nuestra casa, que ya tiene bastantes cacharros viejos con lo pequeña que es.

Pero era demasiado tarde para que su hijo entendiera esa visión tan pragmática. Siempre es más sencillo empatizar con las emociones que con la lógica, sobre todo si eres un niño o conservas parte del niño que fuiste. De repente, su pequeño corazoncito conmovido estalló en lágrimas.

- Pero, papá, es que no podemos abandonarlas…

- Miguel, ya está decidido -  contestó con poca seguridad. Mitad conmovido por su llanto, mitad tratando de ser convencido por esa parte irracional de su ser que tampoco quería abandonarlas.

El llanto de Miguel se había vuelto inconsolable.  No era fingido, como en otras ocasiones en las que lo utilizaba a modo de chantaje. Era real, tan real que empezó a balbucear argumentos a favor de las sandalias sin ton ni son.

-  Es que las que tienes ahora son negras, y son muy feas. Las otras son marrones, que es mi color preferido de zapatos. Y nunca jamás se las va a llevar un pescador. Las van a tirar a una papelera. Y yo no quiero que las tiren a una papelera porque… porque… también son mis sandalias favoritas. Seguro que las puedo arreglar con mucho pegamento y cinta de celo…

A Fran no le gustaba que Miguel lograse sus objetivos mediante el llanto, y solía ser muy inflexible en este tipo de discusiones, pero en aquella ocasión estaba deseando ceder.  Y cedió.

Y caminó hasta el espigón, sonrió a sus sandalias antes de volverlas a guardar en la bolsa de las toallas, y después  hizo un gesto de complicidad con Miguel, a la vez que le pedía silencio.

Cuando el eclipse concluyó, la luna resplandeció más que nunca, como si mostrase una dentadura blanca para poder sonreír cómplice a padre e hijo.

 

 

A la semana siguiente cuando estaban empaquetando las cosas  para regresar a su casa, una bolsa llamó la atención de la mujer de Fran en aquel maletero casi vacío que se disponían a llenar.  La abrió y allí estaban las sandalias.

- Pero… ¿y esto? ¿No dijiste que las ibas a tirar? ¿Qué hacen aquí en el coche?

- Viajar – contestó el pequeño Miguel.

 

Epílogo.

Las sandalias siguieron viajando en el  maletero de un coche durante casi veinte años.  Hasta que los vehículos auto-conducidos  de alquiler se hicieron con las carreteras principales.  Tener un coche en propiedad carecía entonces de sentido para la mayor parte de la gente, y para Fran también.

El día que jubiló su último coche cogió la bolsa de las sandalias del maletero, y sin perder la sonrisa cómplice que iluminaba su cara cada vez que las veía, las llevó, no sin cierta resignación hasta el trastero.  De allí, las rescataría muchos años después Miguel.

Sin sonrisa cómplice, con los ojos vidriosos, pero con una mirada tan tierna como la que logró el indulto de las sandalias aquella noche del eclipse,  las encontró en la estantería.  Las sacó de la bolsa donde habían permanecido durante tanto tiempo,  y contemplo aquella suela despegada.  Esta vez sí, por un instante casi imperceptible, y gracias a un destello de la memoria  en forma de recuerdo, esbozó un gesto de felicidad en la  comisura de sus labios.

Cada vez encontraba más sentido a lo que se disponía a hacer.  Cubiertas de polvo pero descansadas,   desvencijadas pero más enteras que nunca, tristes pero con ganas de volver a las andadas después de tantas historias juntos… Estaban en el mejor estado posible para volver a emprender un nuevo viaje con su padre. El último.

 

 

 

Sandal by parkjisun from the Noun Project

Jesús Garzás

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