La palabra fracaso está maldita. La historia la escriben los triunfadores, y las charlas TED suelen ser impartidas por ellos también. Así que es normal que al fracaso se le mire con distancia, con desdén, y a menudo con condescendencia.
El fracaso parece que solo tiene hueco en la hoja de ruta de los líderes de opinión como un paso previo a la cumbre, como un tropezón necesario para lustrar más aún si cabe sus hazañas. Los vuelos directos a la victoria carecen de épica y están devaluados. Para hablar de triunfos míticos, aquí sí, sírvanse bien trufados de una buena ración (previa) de fracasos.
Pero ¿y si el objetivo inicial nunca llega a alcanzarse? Y si solo tenemos fracaso en estado puro y sin cortar. ¿Deberíamos arrojarlo al retrete por si la policía del éxito hace una redada y ante tan vasta evidencia se ve obligada a aplicar con dureza la ley del postureo, y nos confisca nuestra cuenta de Instagram?