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Tengo la razón, no tengo nada

Nos encanta tener la razón. A mí el primero. Probablemente, junto al dinero, una de las posesiones más inútiles y que generan más conflictos.

Tengo la razón, me lo han reconocido, me han dado el premio. Y estoy tan exultante que ni siquiera me doy cuenta que, por el camino de satisfacer mi ego, he generado tensiones, he herido sensibilidades, he cerrado la puerta a nuevos puntos de vista y he perdido afectos.

Tengo razón no tengo nada


Reciente Robert Waldinger, profesor de la universidad de Harvard y que dirige actualmente un estudio sobre la felicidad que lleva realizándose durante 80 años, reveló durante un TED talk la conclusión principal obtenida del mismo hasta el momento (el estudio sigue en marcha): “Las buenas relaciones nos mantienen más felices y saludables. Punto”

Pues bien, metidos en harina, nos apetece mucho más llevar la razón que cuidar una relación. ¿Estamos tontos? Hace poco escribiendo sobre el tema de los mapas mentales, decíamos que no existe una verdad única ahí fuera, que existen muchas verdades dentro de cada persona en función de su biología, lenguaje, cultura e historia personal. Pues, aun así, seguimos deteriorando relaciones y, en ocasiones, nuestra propia salud, por defender algo que objetivamente solo existe en nuestra cabeza.

Más importante que imponer nuestro punto de vista es conseguir que nuestros interlocutores comprendan como hemos llegado hasta a él, poniendo sobre la mesa los hechos y los razonamientos que nos han llevado a adoptar esa posición. Es mucho más práctico conseguir la comprensión de los que nos rodean que reclamar su apoyo. La comprensión lleva a la empatía y desde la empatía siempre se trabaja mejor.

Si tengo la razón, no tengo nada. Aunque si tengo la razón mediante un escalafón jerárquico, es posible que sí tenga algo, miedo a mi alrededor.

Con la razón bajo el brazo salgo con el pecho henchido de la oficina, pero al más mínimo suspiro se me escapa todo el aire de los pulmones que he llenado con el orgullo del ego, y me quedo vacío.

Muchas veces merece la pena que los demás tengan la razón, siempre que por esa concesión no pongamos nada tangible en juego, o al menos nada que no podamos asumir… Porque en algunas ocasiones merece la pena “sacrificar” la calidad del resultado final (obviamente desde nuestro punto de vista) para fortalecer el ego de nuestros colaboradores. Lo que “perdemos” respecto a nuestras expectativas (visión sesgada) lo ganamos en cuanto moral y actitud de los que nos acompañan (recompensa objetiva).

No hay nada más triste que una discusión que evoluciona hasta tal punto donde los involucrados olvidan el objetivo de la misma y se centran únicamente en dilucidar quién tiene la razón… quién gana.

Luchar por tener la razón es olvidarnos que uno de los siete principios de las personas altamente efectivas, según Stephen Covey, es pensar siempre en relaciones ganar/ganar.

Hace ya muchos años me enseñaron una formula dolorosa para ser mejor escritor: menos es más. Esto implicaba aprender a amar mis palabras con desapego, porque sólo así sería capaz de eliminar una frase (que yo creía) ingeniosa o un chiste (que yo creía) gracioso por el bien de la historia. Meter la tijera en los textos propios siempre cuesta, pero la verdad es que suele ser bueno para el resultado final. Sigo aprendiendo.

Bien, pues este principio se puede aplicar a nuestras ideas y opiniones. Hay que apreciarlas porque hablan de nuestros valores y nuestros principios. Hay que quererlas, pero quererlas con desapego. Porque muchas veces merece la pena renunciar a ellas, o aparcarlas momentáneamente, por el bien de una relación, por el bien de un proyecto, por el bien de una historia… nuestra historia personal.

Si tengo solo la razón, no tengo nada. Por eso yo prefiero el consenso. Es mucho más enriquecedor. Y cuando no hay consenso, que no te mienta el ego, no prima la razón sino la capacidad (o el poder) de decisión.

 

Self Reflection by Aenne Brielmann from the Noun Project

Jesús Garzás

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