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Pequeñas batallas, gran felicidad

Es tan fácil aprender de los demás cuando los miras y escuchas con plena curiosidad.

Hasta que no tuve un hijo no fui consciente de la veracidad de esta frase, quizás porque hasta entonces no sabía lo que era la curiosidad plena, no sabía lo que era contemplar a alguien sin un mínimo resquicio del ego alterando mi percepción. La mala noticia es que aquello me hizo descubrir que hasta ese momento había sido menos generoso de lo que pensaba, la buena es que me abrió los ojos con respecto a mi potencial y al de cualquier otra persona que es capaz de observar con puro interés a los demás.

¿A qué viene esta introducción? A que este verano mi hijo me ha enseñado a encontrar la felicidad ganando esas pequeñas batallas que estamos siempre tentados de evitar.

felicidad

A finales del verano pasado Miguel comenzó a coger cierta soltura y seguridad en la piscina gracias a los manguitos, como movía las piernas con la suficiente regularidad y potencia tuve la ocurrencia de invitarle a probar a nadar sin flotadores en sus brazos. A veces los padres nos sentimos invadidos por el ansia de verlos progresar, pero la peli de la vida de nuestros hijos no tiene botón de fast-forward (y por desgracia tampoco rebobinado), con lo que intentar adelantar el devenir natural de las cosas suele desembocar en un error fatal, que en este caso fue representado por el rostro de mi hijo, mostrando una mezcla de terror e incomprensión mientras la gravedad le atraía sin piedad hacia el fondo. Aquí nació un miedo.

Aquel verano concluyó con una visita a la feria del pueblo de mis padres. Al llegar allí Miguel recibió dos señales contradictorias. Por un lado, la combinación de las luces de las atracciones y las risas de los niños que las disfrutaban, que le pareció mágica. Por otro lado, la suma de la multitud allí acumulada y el ruido excesivo producto del cuestionable gusto musical de los feriantes, que le pareció aterradora. Así que esa mezcla de deseo y pavor era lo que encontraba yo cuando miraba en sus ojos. El mayor exponente de estas emociones estaba representado por “el tren de la bruja”. Que la bruja llevase una careta hiperrealista no ayudaba a que la primera emoción de Miguel se impusiese a la segunda. Así que tuve que mediar yo, de nuevo sesgado por mis recuerdos y de nuevo precipitando los acontecimientos, para que se animase a subir a la atracción. Lo que ocurrió cuando aquella locomotora del diablo se puso en marcha fueron probablemente los cinco minutos más largos de mi vida: con mi pequeño gritando “quiero bajar, papá” poseído por un llanto inconsolable, mientras que un adolescente, disfrazado de personaje de película de terror, me atizaba con su escoba en cada vuelta. Aquí nació otro miedo… y una jaqueca.

Y así llegamos hasta este verano que, aunque el termómetro se empeñe en lo contrario, está a punto de terminar. A la hora de preparar las vacaciones Miguel guardó en su mochila aquellos dos miedos que yo casi había olvidado, y un deseo oculto, poder superarlos. Poder flotar, y poder, como los demás niños, disfrutar de la feria.

En el agua todo fue, valga la redundancia, fluido, desde el principio. Primero nadando con destreza con los dos manguitos y después aprendiendo a tirarse a la piscina y disfrutando de lo lindo. Un día perdió un manguito durante una zambullida y como vio que no se había hundido decidimos probar un ratito a nadar de ese modo cada día. Hasta que finalmente llegó el momento de probar a nadar sin ayuda auxiliar. El miedo estaba allí, para qué lo vamos a negar, pero también la seguridad que le habían dado los avances de los últimos días. No hubo presión esta vez, él solito decidió lanzarse al vacío… de la piscina llena. Poco importaba que su estilo de natación se asemejara al del pez Nemo, con un brazo, no me preguntéis por qué, totalmente inmóvil y el otro aleteando descontrolado. Poco importaba que su autonomía de nado no superase los diez segundos… Lo que vi en aquellos ojos que a duras penas lograban mantenerse a flote, fue ese brillo que sólo proporciona la felicidad de la buena, ese que se produce cuando le has ganado la partida a un miedo.

Pero aún quedaba otro reto… la feria. El primer día de feria fue de observación. Estaba tan aturdido por el bochinche generado por la asincronia musical de las atracciones, y por la tendencia natural del feriante a emular a un narrador radiofónico de fútbol… hasta arriba de anfetaminas, que apenas quiso separarse de mis brazos. Montarse en el tren de la bruja no era desde luego una opción. Sin embargo yo sabía que algo barruntaba Miguel en su interior, el deseo y el miedo danzaban juntos en sus ojos de nuevo.

El segundo día llegó y me dijo:

- Papá, quiero que montes conmigo en “el dragón”.

Su prima mayor montaba en “el dragón”. Era todo un reto, mucho más vertiginoso que “el tren de la bruja” pero sin esos monstruos horribles armados de escobas. Aún así, y conociendo su historial, no las tenía todas conmigo. Así que con la lección aprendida, le dije “Miguel, no tienes que montar si no quieres. Monta sólo si crees que te vas a divertir”. Volvió a repetirme su petición. Reconozco que incluso cuando ya estábamos en la vagoneta pensé que de un momento a otro podría ponerse a llorar. Pero no fue así. Debido a la velocidad de la atracción, y a la postura a la que me veía forzado para conseguir que me cupieran las piernas, no pude ver sus ojos durante el viaje. Sin embargo al bajarnos sí pude observar su cara de satisfacción y el brillo de la felicidad en su mirada. ¿Quién necesita “el tren de la bruja” cuando es capaz de montar en “el dragón” que es para niños más mayores?

Todos tenemos en nuestra vida manguitos y trenes de la bruja. Pequeños hábitos que nos proporcionan una seguridad innecesaria a cambio de nuestros sueños. Pequeños miedos que de manera inconsciente se interponen ante nuestros deseos. Pequeñas batallas cotidianas que ignoramos por comodidad, mientras asociamos nuestra felicidad con grandes eventos que por encontrarse la mayoría de las veces fuera de nuestro alcance, consideramos quimeras.

Pequeñas batallas que, como Miguel me ha enseñado, sólo pueden ser ganadas en el momento adecuado. Cuando nos dicte nuestro corazón y no ninguna otra voz, por muy amiga que sea. Pequeñas batallas que se puede enfrentar cara a cara, o en un caballo (dragón en nuestro ejemplo) de Troya, o como queramos… lo que importa es que al final nuestros ojos se iluminen, sólo así sabremos que hemos derrotado al miedo.

Nadar en la piscina de manera autónoma es divertido. Montar en el dragón mola mogollón. Pero creo que no hay nada que de tanta felicidad como poder mirar un miedo a la cara y decirle “te he vencido”.

 

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Jesús Garzás

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